En 1994 quien esto escribe estudiaba Ciencia Política en la UNAM, eran tiempos vertiginosos, Occidente mudaba de piel debido a la caída del muro de Berlín, y México no era ajeno al movimiento de la historia. Recuerdo que dejé los estudios de ingeniería para estudiar aquello que empezaba a fascinarme: la política, la construcción del poder político, la vida en común.Mi generación ha sido marcada por el agotamiento del modelo estabilizador de la posguerra y los intentos por transitar hacia un nuevo esquema de desarrollo donde la democracia es el valor civilizatorio fundamental.
La apertura política y económica como signo de modernidad. Aparecieron nuevas tecnologías de información que ponían el acervo del mundo al alcance de la gente; iniciaron los conciertos masivos de rock memorables como aquellos de Metallica, U2 y Pink Floyd; los valores de los mexicanos se hicieron más liberales: nuevas formas de familia, otras maneras de amar emergían a lo público, la pasión por la libertad sexual y política desembocaba en lecturas de Empedocles, Heráclito, Lucrecio, Kant, Madison, Nietzsche, Weber, Cioran, Heidegger, Canetti, Mann, Merleau-Ponty, Berlín. Los medios quisieron etiquetarnos, comparando a mi generación con la generación del 68, sentenciando que no teníamos historia, que no teníamos proyecto, que era la generación X. Nada mas equivocado. Mi generación se comprometió con el cambio democrático del país y hoy está comprometida con la búsqueda de nuevas formas de vida pública con justicia, equidad e igualdad.
En 1994 México estaba desgarrado entre dos formas de ver el poder político y proyectar el desarrollo del país: mercado sin democracia, democracia sin mercado. Ese era el debate central hace 15 años. En la Universidad mis profesores de izquierda, como Adolfo Guilly, Víctor Flores Olea, Arnaldo Cordoba blandían el arsenal conceptual de Hegel y Marx para criticar al neoliberalismo. A la derecha Federico Reyes Heroles buscaba refrescar el discurso académico con elementos sociológicos que permitieran pensar la transición democrática y construir una sociedad de mercado. En el centro, Fernando Pérez Correa, nos mostraba el camino del pensamiento libre y el análisis político de rigor metodológico para construir nuevas instituciones bajo la peculiaridad del país. Mi definición personal y académica fue por esta senda de pensamiento. Ayude en sus clases, asistí como alumno. Comprendí el valor de la libertad, de la fortaleza de las instituciones del Estado, estudie el proceso de modernización de Occidente y las peculiaridades sociales y culturales de México. A mi maestro Pérez Correa le debo gran parte de mi bagaje intelectual y ético; también mi definición política comprometida con el partido de la justicia social. 
En 1994 ser priísta en la UNAM era políticamente incorrecto. El PRI cargaba el estigma de las políticas de ajuste realizadas por el gobierno de De la Madrid y Salinas. La izquierda se preparó para cercar al Estado y presionar vía el EZLN por una reforma política que diera mayor competitividad a las oposiciones. La derecha no tenía proyecto pero abría de manera pragmática las puertas del poder a muchos jóvenes brillantes de mi generación. En esa coyuntura aparece el discurso de Colosio, fuerte, crítico, profundo: “veo un México con hambre y sed de justicia”. Se vislumbraba una apuesta nueva de conducción del país. Tomando lo mejor del mercado para construir una sociedad abierta y plural viendo lo profundo del país. Días después, en el municipio de Tlanepantla, Estado de México, salude a Colosio en un acto de campaña presidencial. El carisma del candidato envolvía a las bases priístas. Sin embargo, parecía que en las elites nacionales había un profundo desencuentro. Señales ambiguas, decisiones encontradas. Adolfo Guilly pronosticó con agudeza en el aula: la clase política priísta va hacia la ruptura violenta.
En 1994 una bala quebró esa posibilidad de cambio con justicia social. La violencia, el odio y la incertidumbre parecían devorar a las instituciones. Yo estaba en la Biblioteca Central, preparando unas tarjetas para una consultora donde laboraba, dando seguimiento a los discursos de Diego Fernández de Cevallos. Esa tarde el país se pasmó. Los activistas del PRD en el campus de la UNAM llamaron a reuniones urgentes a sus células para valorar la situación. Se decía que el candidato del PRI había sufrido un atentado. No había más datos. De manera inusual se reforzó la presencia de agentes de inteligencia en las facultades más politizadas. Camino al trabajo, en el transporte público, la gente ponía atención a las noticias. Se notaba asombro, el candidato del PRI ha sufrido un atentado en Lomas Taurinas, Tijuana. Avanzaba la tarde. Movimiento frenético en las calles de la Ciudad de México. El Estado procesaba la crisis política. Al llegar a casa mis padres y hermanos enfrente del televisor. Asustados, desconcertados. La primera pregunta fue: cómo estás, no te ha pasado nada, cómo está la calle. Los idus de marzo. Jacobo Zabludowsky da la noticia, sudando copiosamente de la frente, Colosio ha muerto.

Por la mañana, camino a la Universidad, los puestos de periódicos abarrotados. Información, la gente buscaba información. En la Ciudad Universitaria se difundía el rumor de la instalación del estado de excepción. Los grupúsculos radicales se preparaban para escalar un posible escenario de conflicto. La derecha enmudeció. Mi profesor de estadística, a mitad del examen, leía sin entender todos los periódicos nacionales. Angustiado preguntó: qué está pasando. A 15 años, aún se escucha esa pregunta que se ha vuelto un reclamo de justicia, de fin de la impunidad, de devolución a los ciudadanos y a las bases priístas de la verdad histórica sobre el trágico hecho.
Hoy para los jóvenes que asumimos en 1994 estar en el PRI, Colosio representa un compromiso de cambio, de pasión por un país mejor y sin pobreza, de que es posible una sociedad justa, renovada y democrática. Por eso el PRI no olvida a Colosio. Por eso Colosio vive.
"Movilicemos todo el partido, todo el tiempo y en todos los lugares".


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