viernes, 20 de noviembre de 2009

Estado, conflicto y sociedad en México. Apuntes sociológicos sobre el culto a la muerte.

Calaveras de azúcar que alimentan a los muertos. Cantos de alegría para denunciar que no vale nada la vida, que sólo un puño de tierra será el testimonio final. Formas populares, profundas e inconcientes, que articulan la memoria cultural en los símbolos de la muerte. No es la racionalidad acabada del ser para la muerte del existencialismo occidental, sino la emanación mágica, ritual y pagana de los dioses que vuelven, una y otra vez, a sus templos en ruinas para anunciar con su presencia el fin del actual orden que guardan las palabras y las cosas, para decir algo nuevo desde el origen de los arquetipos que los hacen visibles, legibles, comprensibles.

Si consideramos a la acción social como puesta en escena guiada por la interpretación del sentido cifrado en los mitos, distinguido en la temporalidad el modo colectivo de apropiación y uso, es decir, de su pragmática cultural, de quién expresa qué, cómo lo expresa y para qué lo expresa; podemos aventurar una hipótesis de control para interpretar los símbolos del culto a la muerte, su significado compartido e intención en una sociedad atravesada por el desempleo, la pobreza, la desconfianza en las instituciones y la violencia: la emergencia del culto a la muerte representa la organización de actores sociales que emergen de la misma pobreza y el crimen, es una apropiación cultural del pasado escenificado en lo público, por fuera del Estado, radical y potencialmente conflictivo.

La muerte y sus mascaras
En ella todo es condensación de poderes, certeza de armonía futura... No creo, por lo demás, que haya nadie que se sustraiga a esa sensación de poder ‘tremendo’ que irradia de la imagen, a tal punto que puede decirse que ante ella no se está frente a la imagen de un dios, sino frente a la figuración de un poder
Rubén Bonifaz Nuño

En México la muerte no es un estado ontológico, morirse pues; en México la muerte es una potencia, una fuerza sagrada, más preciso, una diosa original, arquetípica, que va y viene en la memoria común, vestida de serpientes y maíz como diosa madre, mito agrícola de fertilidad, mito guerrero sacrificial alimentado de sangre. Diosa madre que lamenta el fin de los días, que llorosa busca a sus hijos perdidos en el agua, en el movimiento, en el cambio, en La Conquista, en La Revolución. Diosa madre desterrada pero no olvidada, que permanece como advocación mariana en la Virgen de Guadalupe, ahí, en su cerro de El Tepeyac, para dar cosuelo a los que han quedado como describe Bernal Díaz del Castillo sin rango, sin copal, sin jade y sin canto.

El Tepeyac de entonces no era un sitio neutro en cuanto a cuestiones religiosas, ya que en él los indígenas rendían culto a la Cihuacoatl o Coatlicue, principalmente bajo su advocación de Tonantzin, Nuestra Madre Tierra. El culto a la Virgen de Guadalupe es mucho más grande y rico al tratarse también de una fusión amorosa y nutriente y diosa ancestral de la muerte, de culto al agua, de regeneración.

Coatlicue, la madre de los dioses. Diosa que parió a la luna, las estrellas y a Huitzilopochtli, dios del Sol y de la Guerra. Toci: abuela o Cihuacoatl: la señora de la serpiente, patrona de las mujeres que mueren dando a luz o Tlazolteotl: diosa de la inmundicia que desaparece los actos malvados, tragándolos. Coatlicue representa la convergencia cósmica-dinámica entre la vida y la muerte, la competencia que origina la vida. La Tierra como la madre amorosa, también es el monstruo insaciable que consume todo lo que vive. La matriz y la tumba. La que limpia la atrocidad y da lugar, cura, calma. El culto guadalupano nace de esta dualidad. El evangelizador para efectuar la conquista espiritual habrá de dotarla de simbolismos occidentales, haciéndola mas poderosa, celestial y morena.

Las flores y los cantos que vienen del cielo y aparecen en la tierra árida y triste de un pueblo que había perdido su identidad, su razón de de ser y su misión, son la prueba inculturada. Ya no son ellos los que van a Dios por esta vía de las flores y los cantos: es Dios que se acerca a ellos para certificar su presencia percibida desde sus categorías. Más aún, las flores y los cantos permanecen en el Icono Santo: María es la Flor donde mora el Cuícatl-Canto

El cuchillo de obsidiana del mito fecundador de la Coatlicue es sustituido por el caritas, el amor cristiano al prójimo; el canto de serpientes y la danza solar por las flores y la oración. El sol deja de ser alimentado de corazones y emerge el horizonte metafísico de la teología occidental. La práctica pastoral estará en constante tensión con la memoria, los lugares y las potencias mágicas de los dioses vencidos.

La negociación eclesiástica con la cultura indígena ha sido, una constante pastoral desde entonces. El catolicismo pragmático supo administrar esta tensión cultural por varios siglos. La aparición actual de la Santa Muerte, La Señora, La Niña, es signo del debilitamiento práctico y simbólico de la Iglesia Católica en su sentido social de formar comunidad. Si sumamos los 3 millones de desempleados, los 16 millones de personas en la economía informal, los 20 millones en pobreza extrema y un gobierno federal ineficiente en guerra contra su población, el resquebrajamiento de los vínculos sociales se hace más que evidente, y de las grietas sociales emerge de nuevo la diosa india, arquetípica, dual, materna y terrible.

La narrativa social de La Señora de la Falda de Serpientes
Coatlicue tiene en los mitos aztecas una importancia especial porque es la madre de los dioses, es decir, del Sol, la Luna y las estrellas....
Alfonso Caso

Ha vuelto, aparece en los paramos post industriales de las ciudades, en los focos rojos de los atlas de seguridad pública del Estado. Ha vuelto, vestida de un kitsche plástico, cursi y recargado del sincretismo cultural que somos como sociedad. Ahí está, puesta en escena, callejera, rebelde y clandestina – porque la Secretaría de Gobernación ha decidido reprimir la memoria colectiva- . Su precariedad jurídica va a contrapelo de la fuerte fascinación que ejerce sobre el público, sobre sus hijos perdidos, expoliados, perseguidos, encarcelados, excluidos del empleo, la educación y el bienestar. Ella esta ahí, marginal entre los marginales. Ese es su poder dual, su vocación carismática, su convocatoria política.

Homero Aridijis asegura que estamos ante el retorno de la Coatlicue, del canto de serpientes, del cuchillo de obsidiana, del destino de afiladas garras, del sacrificio solar al margen del Estado. Es así. El retorno terrible de la madre, en una estética teatral, arropa a sus hijos excluidos del banquete neoliberal. Prostitutas, comerciantes ambulantes, amas de casa, narcotraficantes, policías, profesionistas empobrecidos y desempleados, esas personas superfluas e innecesarias para el capital financiero mundial, entonan de nuevo los cantos originales a la potencia de la tierra fertilizada por la magia de la sangre. La Santa Muerte es la Tlazolteotl o diosa de la inmundicia que desaparece los actos malvados, tragándolos. Limpia. Acompaña. Madre diosa Tlazolteotl-Coatlicue.

No es la primera vez que regresa y se hace visible. En 1808, a dos años de la guerra de independencia, apareció y fue exhibida en el patio de la Universidad. El culto indigena reactivado obligo a enterrarla de nuevo. Siglos atrás, durante las pestes que azotaron las ciudades coloniales de la Nueva España, aparecía, lamentándose la suerte de sus hijos, los más pobres, lo que no tiene rango, los que no tienen lugar y casa, de aquellos que tiene el color de la tierra, que son los mujeres y hombres del maíz. A partir de ahí, La Llorona aparece y se va con la peste. Pero hay otras formas de peste, sociales, políticas, económicas: la peste de la injusticia social y la violencia generalizada.

René Girard señala que esa peste social que erosiona la confianza en las instituciones del Estado, que debilita a los dioses que rigen en las ciudades y que enfrenta al hombre con el hombre: es la peste de la guerra civil. El ambiente social antes del levantamiento popular, en 1910, estuvo plagado de alegorías de la muerte, que José Guadalupe Posada utilizó de manera genial para desafiar a la dictadura de Díaz. La Catrina, muerte vestida con el lujo de la élite porfirista, expresa la dualidad política entre el discurso positivista de los Científicos y la memoria en franca rebeldía.

La Catrina es la representación de un régimen acabado y la promoción del cambio, del movimiento, de la serpiente que se muerde la cola y se alimenta de sangre, esa serpiente sacrificial y violenta que se traga los corazones de los vivos, que va de las formas al vacío para renacer y que despertó la fascinación de Antonin Artaud en su ensayo titulado Primer contacto con la Revolución Mexicana y que Diego Rivera colocó al centro de su mural Sueño de una tarde dominical en La Alameda.


Actualmente la Coatlicue ha tomado las calles atestadas de comerciantes ambulantes y personas sin futuro, aparece en los muros de las cárceles saturadas por criminalizar a los pobres, tiene altares en las zonas por donde pasan migrantes, como único testimonio del que parte a otro lado sin papeles. La narrativa de la Santa Muerte es la narrativa de la injusticia social, da voz a los sin voz, ofrece lugar a los que no tiene lugar y pertenencia, cohesiona a los olvidados de la modernización inacabada, dota de sentido a quienes han perdido la confianza en el Estado y la fe en la Iglesia. La reversibilidad cultural es absoluta:

El señor Fernando de Nova Luján que es celador del Reclusorio Norte desde hace 22 años constató cómo desde hace 15 años, tímidamente, se pintaba la imagen de la muerte en la pared de alguna celda. Pero desde hace tres años se dio “un auge terrible con los altares; la mayoría ya la tiene tatuada y es una devoción igual o más grande que la Guadalupana”, platica alarmado [Araujo: 2007].


La sociedad mexicana, sus 75 millones de pobres, están mirando más allá del status quo. Hoy la muerte ha recobrado sus poderes arquetípicos, habla el lenguaje de la inconformidad social, configura la identidad de los pobres que adquieren poder, dinero y prestigio por medios ilegales, limpia a los impuros, porque como en el pasado, Coatlicue-Tlazolteotl se traga las inmundicias dejadas en el camino ensangrentado del enriquecimiento rápido.

Cuando el futuro es incierto, cuando el presente es brutal, el pasado constituye un sedimento cultural de sentido colectivo, escribe Scott Lash, y opera una “reflexividad estética” comunitaria, tradicional que refunde el pasado con las necesidades de la vida cotidiana para hacer frente a lo desconocido, a lo que angustia, a lo que se teme, con la temeridad misma de la muerte vestida de niña, de santa, de familiaridad y compasión mientras llega la chispa que detone la revuelta social al que con su aparición convoca.

La muerte mediando a la muerte, es el último límite antes de la caída, del abismo, de lo ominoso como única esperanza.

Bibliografía

Araujo, Sandra Alejandra, et. al. (2007). El culto a la Santa Muerte: un estudio descriptivo. Universidad de Londres.
Ambrosio, Juan (2003). La Santa muerte. Biografía y culto. México: Editorial Planeta. 131 pp.
Aridjis, Homero (2003). La Santa muerte: sexteto del amor, las mujeres, los perros y la muerte. México, Alfaguara.
Barranco, Bernardo (2005). “La Santa Muerte”, La Jornada. México. 1 de junio de 2005
Perdigón, Katia, La Santa Muerte. Protectora de los hombres (2008).

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